Elementos clave de la Inteligencia Emocional

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Tal y como se ha reflejado en nuestra anterior entrada de este blog, el desarrollo de la inteligencia emocional durante la infancia y la preadolescencia es esencial para garantizar un desarrollo evolutivo óptimo del niño, ya que posibilitará que el menor adquiera las capacidades necesarias para gestionar sus emociones hacia sí mismo y hacia los demás.

Pero antes de entrar a profundizar en las diferentes herramientas que nos permitirán trabajar el desarrollo emocional durante esta etapa de nuestras vidas, es indispensable concretar, con meridiana claridad, cuáles son los aspectos clave o pilares básicos de la inteligencia emocional, con el fin de poder entender sobre qué aspecto, o aspectos, del comportamiento del niño estaremos trabajando en cada momento.

Así, debemos partir de que la inteligencia es la capacidad que posee el ser humano, como especie, para solucionar sus problemas vitales y garantizar su supervivencia. Cuando nacemos contamos con una serie de capacidades innatas, pero que se encuentran en una ‘fase embrionaria’, valiéndonos de un juego de palabras, ya que requieren de un aprendizaje y entrenamiento posterior para alcanzar todo su potencial.

A partir de esta premisa, la vertiente emocional de la inteligencia en un sentido general está integrada por cuatro parámetros básicos, que pasamos a definir a continuación:

Capacidad para entender y comprender emociones y sentimientos propios; este aspecto constituye la piedra angular sobre la que gravita la adquisición de las competencias emocionales en el niño, ya que únicamente podremos trabajar nuestras emociones si tenemos la capacidad de percibirlas, categorizarlas y aceptarlas.

Autoestima; guarda una estrecha relación con la capacidad anterior, ya viene determinada por el esquema mental que tenemos de nosotros mismos o autoconcepto.

Esta percepción o visión de nuestra propia existencia es determinante en la formación de la conducta, al establecer la estructura a partir de la cual entender cómo percibe cada individuo el entorno que le rodea y, en definitiva, cómo interactúa y se comporta en su relación con este.

La autoestima constituye el mayor condicionante de ser humano hacia su propio desarrollo evolutivo y capacidad de crecimiento intelectual y emocional, porque será el que establezca los límites de los objetivos que ‘creemos que somos capaces de alcanzar’, condicionando no solo el presente, sino también el futuro vital y social del niño.

Capacidad de gestionar y controlar los impulsos y situaciones afectivas; debemos ser conscientes que las emociones básicas forman parte de nuestra propia naturaleza biológica, lo que implica que no podemos evitar su aparición, pero si podemos aprender a gestionarlas y manejarlas en un sentido o en otro.

En este punto juega una importancia fundamental la educación como transmisora de los valores que definen el contexto cultural en el que esté inmerso el menor durante su infancia, ya que los condicionamientos culturales tienen una enorme influencia sobre lo que es aceptable en sociedad y lo que no.

Así, a modo de ejemplo, componentes emocionales biológicos como el deseo o la ira pueden ser encauzados, si se trabajan convenientemente estos aspectos, hacia comportamientos culturalmente aceptados como el flirteo o la ironía.

Capacidad de entender y comprender los sentimientos de los demás; diversos autores consideran que la verdadera aportación de la inteligencia emocional estriba en la capacidad del individuo para identificar correctamente los sentimientos de los demás, a través de lo que se conoce como empatía o ‘percepción del otro’.

Desde muy temprana edad, al final del primer año, los bebés son capaces de reaccionar ante las expresiones faciales de aquella persona con la que interactúan, lo que implica que son capaces de entender su posicionamiento emocional, si bien para que realmente exista una empatía plena es necesario trabajar en que, además de identificar una emoción, los niños y niñas la hagan suya, poniéndose en el lugar de la otra persona.

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